Decía Gila en uno de sus chistes más famosos que cuando él nació su madre no estaba en casa. El absurdo funciona porque ciertamente lo mínimo que se precisa para nacer es la presencia de una madre que, por poco que parezca, ya es mucha compañía. Quizá nuestra idea de la muerte no fuera tan terrible si nos pudieran asegurar de antemano un trato similar al del nacimiento, es decir, una caricia –un pecho protector– que nos acompañe en el penoso trámite de apagar la luz.

Esta semana, entre las celebraciones por la clasificación europea del Granada –ole con ole– y las negociaciones en Bruselas, ha pasado desapercibida una noticia que siento sobrecogedora: cincuenta y nueve víctimas del Covid-19 han sido enterradas en Madrid sin que nadie haya reclamado sus cadáveres después de varios meses en la morgue. Pasamos por esta vida con el modesto propósito de dejar una huella amable e imperecedera en dos o tres personas, somos humanos, la empatía y la sociabilidad son nuestras señas de identidad y sin embargo cada vez hay más personas con muertes inhumanas, muertes solitarias, muertes de perro que diría Francisco Ayala. He buscado infructuosamente los nombres de estos abandonados para consignarlos en este artículo; pensaba que así, juntando sus apellidos unos sobre otros conseguiría otorgarles cierta visibilidad póstuma; quizá ustedes, al encontrarse con una acumulación de nombres vacíos les concedieran ese minuto de reflexión y despedida del que nunca gozaron. Sucede además que la mayoría de estas cincuenta y nueve personas eran mayores de sesenta y cinco años, lo cual indica –casi con total seguridad– que antes de convertirse en cadáveres olvidados fueron ancianos olvidados y, honestamente, no sé qué es peor. Lo más desconcertante del asunto es que, a nivel estadístico, estos cincuenta y nueve cadáveres solitarios son un registro moderado (y hasta optimista). En la Comunidad de Madrid han muerto más de 13.000 ancianos a causa del Covid-19 y de entre los mayores que han sobrevivido hay 270.000 en situación de soledad (la mayoría de ellos involuntaria).

Permítanme una confidencia. Mi padre y yo tuvimos la oportunidad de despedirnos antes de su muerte. No obstante, cuando el médico lo sedó cometí el error de pensar que todo había terminado. Lo dejé solo en su cama y de tanto en tanto entraba al dormitorio para observar su apagada relajación. En uno de estos paseos advertí que mi padre había variado la posición de las manos. Las había juntado para entretejer los dedos en un gesto de descanso muy propio de él. Siempre me voy a reprochar no haber acompañado ese último movimiento, es por eso quizá que la noticia de estos cincuenta y nueve cadáveres solitarios me ha impactado de forma particular. Puede que a nivel estadístico no sean relevantes pero es que, si miramos bien, las estadísticas nunca arrojan luz sobre los asuntos verdaderamente importantes de la vida, por ejemplo, succionar el pezón de tu madre por primera vez o mover las manos un par de centímetros en espera de la muerte.