A nadie se le escapa que las actividades corruptas de destacadísimos miembros del PP a lo largo de las dos últimas décadas lo han convertido en un partido pringoso –da cosilla tocarlo– y con la credibilidad muy devaluada. La respuesta de sus dirigentes ante cada nuevo caso es siempre la misma: “por entonces yo no estaba aquí”. Ya en su momento intentó Rajoy descargar la ponzoña en la espalda de Aznar; a fin de cuentas era él quien había encumbrado a los grandes nombres de la corrupción: Rato, Matas, Zaplana… Porque Rajoy, en justicia, no era más que un señor de Pontevedra que había llegado a presidente del PP sin enterarse de nada, porque justo a la hora en que se repartía la “manteca” en su partido él estaba viendo el Tour en Teledeporte. Qué arte. El destino le devuelve ahora la cornada, y es Casado, por boca del ABC y La Razón –dos significativas bocas por cierto–, quien reniega de su herencia e intenta salvar el culete con un magnífico argumento –¿Lo adivinan?… Exacto–: “por entonces yo no estaba aquí”.

A estas alturas de la serie –estamos en el primer capítulo– nadie sabe dónde acabará la operación Kitchen. Lo único seguro es que mientras las informaciones escabrosas se vayan sucediendo el PP no va a levantar cabeza, porque absolutamente todos los implicados –de Villarejo a Fernández Díaz– son personajes de carácter turbio y arrogante, y eso –vivimos la era de Instagran: sonría por favor– va a potenciar aún más la imagen repulsiva del presunto delito y de sus autores. En el PSOE se frotan las manos porque en sus momentos más delicados le acaban de llenar el carcaj de flechas. El nuevo Ciudadanos –con su papel de bisagra ya asumido– encuentra en la Kitchen nuevos argumentos para un futuro despegue del PP y un paulatino acercamiento al PSOE. Vox por su parte no tiene más que poner la mano y repetir en plan mantra la palabra mágica: España. Seguro que algo va cayendo.

Con el paso de los años vemos que la corrupción en el PP tiene forma de hidra y se reproduce por gemación. Cuando menos se espera, en algún lugar tranquilo, surge una protuberancia, y al poco ya es un caso de corrupción que abandona su cuerpo matriz (el partido) y adquiere vida propia. “En todos sitios cuecen habas”, dicen algunos con la intención de lanzar balones fuera. Y puede que sea cierto, pero habrá que reconocer que la olla del PP tiene tamaño industrial y le caben más habas que al resto.

Se lamentaba esta semana una ministra de la bajeza moral que supone utilizar los fondos reservados para tapar la corrupción de un partido. Bien cierto que es. Treinta años atrás, los que ocupaban su lugar (y sus siglas), usaron esos mismos fondos para secuestrar, torturar y asesinar a gente. Pero claro, por entonces ella no estaba allí. Y es que las cloacas del Estado, mande quien mande, son siempre cloacas y, en consecuencia, están llenas de ratas.

Fue el poeta romano Juvenal quien acuñó la expresión “pan y circo” para señalar, por un lado, la decadencia moral de sus contemporáneos –desentendidos de su derecho a intervenir en la cosa pública–, y por otro el populismo de los gobernantes, que compraban la inacción del pueblo con juegos de circo y raciones de trigo gratuitas. Con los siglos la cosa se ha ido sofisticando y los gobernantes han descubierto que si el espectáculo de circo está bien diseñado la gente pierde incluso las ganas de comer. “Dame fútbol y dime tonto” es la consigna de los nuevos tiempos. Que nadie lo dude, la gestión del fútbol, desde la FIFA a la UEFA, pasando por la Liga y la Federación española es un foco de corrupción y trapacería equiparable, y aún mayor, que muchos gobiernos del mundo. Pero eso deviene en cuestión menor cuando has conseguido –como es el caso– que tu producto se vista con el aroma de las grandes ideas inmateriales: ilusión, esperanza, fe, identidad, orgullo, compromiso, amor, fidelidad…

Tiene gracia. Hoy podemos escuchar cualquiera de estas palabras en la boca de personas que, fuera del contexto futbolístico, jamás llegarían a pronunciarlas. Es precisamente este potencial “idealista” lo que aleja al futbol del mero deporte, y lo convierte en un fenómeno particular y complejo que se mueve, como las grandes construcciones humanas, entre la gloria y la infamia.

La salida de Messi del Barcelona no es una noticia más en la sección de deportes. La salida de Messi altera el orden informativo y por tanto desvía la atención con respecto a la gestión del coronavirus, el plazo de los ERTE o el regreso de los escolares a las aulas. Repercute también en el ánimo (y el humor) de miles de personas que, aunque a usted no lo crea, cifran su felicidad diaria en este tipo de asuntos. La salida de Messi tiene incluso una lectura en clave geopolítica. Los dos clubes que se disputan su fichaje, Manchester City y Paris Saint Germain, cuentan con el apoyo de dos satrapías enfrentadas y multimillonarias, Emiratos Árabes y Qatar. Pongan ustedes el calificativo que quieran, pero esto es lo que hay.

Mi deseo como aficionado (y practicante) es que el fútbol se desinflame, que vaya perdiendo luminosidad mediática y carga ideológica para acercarse al deporte sencillo y divertido que en algún momento fue. En este sentido la marcha de Messi supone una buena noticia. La Liga de Tebas –¡Vaya personaje oscuro!– va a dejar de ingresar muchos millones en derechos audiovisuales porque el foco de atención se desplaza, y un Barcelona-Osasuna sin Messi ya no mola tanto en China. La crisis del Coronavirus también ayuda. Los clubes andan justitos de dinero y Florentino, mientras le dejen ganar, no necesita echar más leña al fuego.

Es cierto que la ausencia de Messi nos privará de vivir en directo maravillas impensables alrededor de una pelota, pero, oye, yo lo doy por bueno si se lleva con él a buen puñado de tertulianos futboleros y gritones.

Toda defenestración lleva aparejada un glosario de alabanzas que, aunque no dejan de ser meros trámites de cortesía, alivian de algún modo el escozor por la pérdida de estatus. Los panegíricos a Cayetana no vienen en ningún caso del PP sino de un poco más allá. Se lamentan sus admiradores de que con ella se va del Parlamento (y por supuesto del PP) la inteligencia, la cultura política, la libertad de pensamiento, de verbo y de acción; y, cómo no, el único azote verdadero contra este gobierno zarrapastroso. En realidad, lo que escuece a cierto sector mediático de la derecha es que con Cayetana se esfuma buena parte de su apuesta por la bilis y el frentismo constante.

Cayetana no es más culta que muchos de sus correligionarios –por más que a ella y a su séquito les guste pregonarlo–; y sus capacidades oratorias –notables sobre todo en el sarcasmo y la herida– no ayudan cuando de llegar a acuerdos se trata. Van de libérrimos Cayetana y sus palmeros, pero es la suya una libertad bucanera, donde quien no comparta sus métodos –dentro del PP me refiero– es un bobalicón entregado al discurso “progre” del enemigo que, además de dos “yoyas” que lo espabilen, merece directamente que lo pasen por la quilla.

La salida de Cayetana de la portavocía tiene varias lecturas, la primera que Casado se equivocó al nombrarla; ahora, después de la victoria apabullante de Feijoó, comprende Casado que ha perdido un tiempo maravilloso mirando hacia Vox y que su única posibilidad de gobernar a medio plazo está en la moderación. De ahí que tanto él como García-Egea –Oh, milagro– se hayan hecho súbitamente sorayisyas, y se dejen rodear por señoras como Ana Pastor y Cuca Gamarra, que siempre hicieron faena sin necesidad de espectáculos a lo Cayetana. En realidad –y esto explica el cambio de rumbo– Casado es, en este sentido, un calco de Pedro Sánchez –lo cual, visto lo visto, debería servirle de acicate–: alcanzó la presidencia de su partido apelando a las esencias (en su caso derecha pura frente a derecha diluida), y ahora, una vez dirige el cotarro, se centra en la variabilidad de los vientos –que a menudo son encuestas–. En este sentido tanto Casado como Sánchez son, más allá de las diferencias ideológicas, líderes simétricos; sus objetivos están centrados en la Moncloa, y tanto para llegar como para persistir harán lo que consideren oportuno, que puede ser mucho.

Casado, por lo pronto, ha decidido que Cayetana ya no le sirve en su ascensión y le ha ofrecido un carguito ridículo que ella ni siquiera se ha molestado en rechazar. Lo lógico es que la hispano-franco-argentina vuelva a FAES, donde podrá seguir “estudiando”. Tal vez, con el tiempo, el cultivo del saber la conduzca a la humildad de corazón; podrá entonces perdonar a la bruja Carmena, que en 2016 tuneó la vestimenta de los Reyes Magos provocando un trauma –ojalá ya superado– en la hija menor de Cayetana. Ay, Señor, qué manera de sufrir.

En mi humilde opinión la izquierda andaluza –en todo su espectro: desde el PSOE a Marinaleda– nunca ha brillado por la sofisticación de sus planteamientos (ni de sus representantes). Seguramente porque los atropellos históricos de la derecha en esta tierra han sido tan hondos y brutales que han vulgarizado también la capacidad de respuesta. A mitad de legislatura no parece que los partidos de izquierdas hayan aprendido nada de su derrota en las urnas y las señales que emiten son de abulia y resignación (cuando no de algo peor parecido al bochorno). Éste es el caso de la coalición Adelante Andalucía que esta semana nos ha regalado un episodio digno del peor sainete. Resulta que los Anticapitalistas de Teresa Rodríguez –que dominan el grupo parlamentario– han expulsado a sus compañeros de Izquierda Unida de la gestión de las redes sociales. Les han cambiado, de un día para otro, las claves de Facebook, Twitter e Instagram y les han dejado huérfanos de “me gustas”. Se trata, según parece, de una especie de ajuste de cuentas interno, un poner las cosas en su sitio ya que, previamente y sin avisar, la gente de IU había sacado dinero de unas cuentas comunes. Y ahora qué, ¿cómo le ponemos al niño? Éste es el nivel, Maribel.

Resulta sorprendente que cierta izquierda se empeñe, día sí y día también, en estirar la sátira que los Monty Python hicieron en La Vida de Bryan a propósito del cainismo revolucionario. Ya saben, aquello del Frente Popular de Judea y el Frente Judaico Popular. En este sentido, y aunque estamos a mitad de legislatura, el panorama de Adelante Andalucía tiene muy mala pinta, tanta como el mal rollo que propalan –los unos y los otros– en sus apariciones públicas. No hay que ser el oráculo de Delfos para anticiparle una ruina electoral semejante a la que recientemente han cosechado sus amigos gallegos y vascos. De hecho las broncas y escisiones internas, independientemente del territorio, han sido prácticamente las mismas en las tres formaciones. Para que luego digan que no somos un país cohesionado.

Un poco más acá de Adelante Andalucía está el PSOE-A, el otrora partido hegemónico que, aun ganando las elecciones, no alcanzó una mayoría suficiente para gobernar. Si allá reina la trifulca aquí la desidia. No es que no ejerzan su labor de oposición, es que lo hacen con desgana, a medio gas, como si tuvieran la convicción de que la Junta regresará a sus manos porque sí, porque forma parte del orden natural de las cosas. Se equivocan, y mucho. La presencia de Susana Díaz (y sus años de liderazgo) lastran terriblemente a un partido que necesita mañana mismo un arreglo de chapa y pintura (y también de motor) si quiere volver a ser ilusionante para su electorado. Es muy probable que el votante andaluz siga estando mayoritariamente a la izquierda pero, a día de hoy, vive en la Izquierda Vaciada, un páramo ideológico donde no hay ni un solo partido apetecible al que entregarle el voto.

Pues sí, el rey emérito ha abandonado España. Con él son ya cinco las generaciones consecutivas de monarcas que, en algún momento de sus vidas, han tomado las de Villadiego. Todos por avatares políticos excepto Juan Carlos I que se marcha por supuestas corruptelas económicas. El mundo cambia pero el sino de los borbones sigue intacto en este punto.

Ante una situación tan delicada los defensores mediáticos de la monarquía han salido en tromba. El discurso oficial –con el Gobierno a la cabeza– evita la figura de Juan Carlos I y se centran en cantar las bondades de Felipe VI. Un paso más allá está PP, Ciudadanos y Vox, que elogian sin miramientos al emérito, cuyo papel durante la “transición”, según ellos, apaga –o al menos soslaya– cualquier supuesta fechoría posterior. Finalmente, y muy cerca de estos, están ciertos tertulianos con información privilegiada para quienes la salida del rey sólo tiene un único y ruin culpable: Pablo Iglesias. Ay, qué más quisieran Pablo Iglesias –y su ego– que tumbar reyes; pero no, este Borbón se ha tumbado él solito.

Es lógico, y hasta enternecedor, que los amigos de Juan Carlos I y Felipe VI salgan en su defensa, pero tengo para mí que se trata de un caso perdido. No a la corta, desde luego –al rey no le va a pasar absolutamente nada–, pero sí a medio y largo plazo. La estabilidad de la monarquía española no depende sólo de sus avatares internos sino también de lo que vaya ocurriendo en el resto de monarquías europeas y, sobre todo, en el seno de la UE. Hay dos factores que, aunque ahora no lo parezca, van en contra de los Borbones. Por un lado, los escándalos en casi todas las casas reales europeas, que sacan a la luz las actitudes fraudulentas (y licenciosas) de muchos de sus miembros. Ya veremos dónde acaba lo del príncipe Andrés y su colega Epstein, porque si la monarquía más grande del mundo se resfría puede que las demás empiecen a estornudar…, y bastante. Estos escándalos van, poco a poco, desatando la venda de muchos ciudadanos que dejan de mirar las fantasías del Hola para ver la realidad de unos personajes sin ejemplaridad alguna, que viven desaforadamente a costa de los impuestos de sus súbditos.

El segundo factor contra la pervivencia de las monarquías es el interés de la UE en conseguir unos verdaderos Estados Unidos de Europa. A mayor integración política (y fiscal) menor necesidad de mantener las estructuras representativas de una soberanía nacional que, inevitablemente, tenderá a disiparse. Es por estos dos factores –descrédito social y evolución política– que a la larga las monarquías desaparecerán de Europa. Siempre, claro está, que no haya grandes involuciones en el destino de la UE, lo cual, dicho sea de paso, supondría un verdadero desastre. No caerán hoy, no mañana, pero las monarquías caerán. Porque incluso las parlamentarias –con sus luces y sus sombras– acabarán por resultar folclóricamente obsoletas. Eso sí, cuando se vayan, se irán forrados. No les quepa duda.

Todavía no hemos dado por concluido este curso político cuando ya estamos pendientes de las novedades que nos deparará el próximo. Vox se ha asegurado de momento la atención del respetable con un anuncio ciertamente sorprendente: una moción de censura contra Pedro Sánchez. No soy yo de los que se mofan de ella. De hecho me parece un movimiento audaz de marketing político.

Vaya por delante que el objetivo de Abascal no es, ni de lejos, mover a Sánchez de la Moncloa –lo necesita para seguir creciendo–; tampoco quiere, como se apresuraron a decir socialistas y Podemos, hacerle una moción de censura a Casado –esa es la lectura fácil y superficial del asunto–. No, lo que Abascal pretende es marcarse una campaña de publicidad a costa del erario público, algo que, dicho sea de paso, le permite su posición de tercera fuerza en el Congreso. Me explico: los patriotas verdes llevan meses estancados en las encuestas, ni chicha ni limoná, y necesitan un achuchón en sus grupos de WhatsApp y redes sociales para mantener a sus fieles en modo “pecho palomo”. En ese sentido la moción de censura les va a propiciar jugosos minutos de telediario y todos los focos que este tipo de iniciativas llevan consigo. Abascal podrá sentirse por dos días jefe de la oposición; le tenderá la mano al PP –obligado a rechazarla– y después les regañará –sin mucha saña– por ser unos patriotas “cobardicas” y por ponerse siempre de perfil cuando la Historia (para Abascal la Historia siempre es en mayúsculas) los convoca a las grandes cruzadas.

Cabe preguntarse si con la moción de censura conseguirá Abascal mejorar sus intenciones de voto. No lo sabemos, probablemente no, pero al menos habrá hecho lo correcto para cortar las fugas; porque hay que tener en cuenta –y en el fondo éste es el verdadero quid de la cuestión– que el estancamiento que vive el partido puede generar frustración en ciertos votantes de derechas que, quizá, sientan la tentación de regresar a la casa madre (PP), donde las expectativas electorales contra Sánchez parecen más certeras. Así pues la moción de censura de Vox, más allá de una campaña de marketing, es un ejercicio de cimentación interna, un apretar las filas para empezar el curso con cierta sensación de fortaleza y solidez.

Por otro lado, esto de hacer una moción perdedora para proyectarse no es nada nuevo. Ya lo inventó Felipe González en 1980 y ganó mucha presencia mediática frente a un Suárez presidente; Hernández Mancha probó suerte en el 87 y más le hubiera valido quedarse quieto porque su imagen y la de su partido quedaron por los suelos; finalmente, y hace tres años, fue Pablo Iglesias quien se regaló dos días de parloteo en el Congreso en torno a su persona. En definitiva, nada nuevo bajo el sol. Llegará septiembre y tendremos nuestra dosis de Abascal. A ver si para entonces ha recibido clases de oratoria porque es, de lejos, el líder que peor se expresa subido a una tribuna.

Decía Gila en uno de sus chistes más famosos que cuando él nació su madre no estaba en casa. El absurdo funciona porque ciertamente lo mínimo que se precisa para nacer es la presencia de una madre que, por poco que parezca, ya es mucha compañía. Quizá nuestra idea de la muerte no fuera tan terrible si nos pudieran asegurar de antemano un trato similar al del nacimiento, es decir, una caricia –un pecho protector– que nos acompañe en el penoso trámite de apagar la luz.

Esta semana, entre las celebraciones por la clasificación europea del Granada –ole con ole– y las negociaciones en Bruselas, ha pasado desapercibida una noticia que siento sobrecogedora: cincuenta y nueve víctimas del Covid-19 han sido enterradas en Madrid sin que nadie haya reclamado sus cadáveres después de varios meses en la morgue. Pasamos por esta vida con el modesto propósito de dejar una huella amable e imperecedera en dos o tres personas, somos humanos, la empatía y la sociabilidad son nuestras señas de identidad y sin embargo cada vez hay más personas con muertes inhumanas, muertes solitarias, muertes de perro que diría Francisco Ayala. He buscado infructuosamente los nombres de estos abandonados para consignarlos en este artículo; pensaba que así, juntando sus apellidos unos sobre otros conseguiría otorgarles cierta visibilidad póstuma; quizá ustedes, al encontrarse con una acumulación de nombres vacíos les concedieran ese minuto de reflexión y despedida del que nunca gozaron. Sucede además que la mayoría de estas cincuenta y nueve personas eran mayores de sesenta y cinco años, lo cual indica –casi con total seguridad– que antes de convertirse en cadáveres olvidados fueron ancianos olvidados y, honestamente, no sé qué es peor. Lo más desconcertante del asunto es que, a nivel estadístico, estos cincuenta y nueve cadáveres solitarios son un registro moderado (y hasta optimista). En la Comunidad de Madrid han muerto más de 13.000 ancianos a causa del Covid-19 y de entre los mayores que han sobrevivido hay 270.000 en situación de soledad (la mayoría de ellos involuntaria).

Permítanme una confidencia. Mi padre y yo tuvimos la oportunidad de despedirnos antes de su muerte. No obstante, cuando el médico lo sedó cometí el error de pensar que todo había terminado. Lo dejé solo en su cama y de tanto en tanto entraba al dormitorio para observar su apagada relajación. En uno de estos paseos advertí que mi padre había variado la posición de las manos. Las había juntado para entretejer los dedos en un gesto de descanso muy propio de él. Siempre me voy a reprochar no haber acompañado ese último movimiento, es por eso quizá que la noticia de estos cincuenta y nueve cadáveres solitarios me ha impactado de forma particular. Puede que a nivel estadístico no sean relevantes pero es que, si miramos bien, las estadísticas nunca arrojan luz sobre los asuntos verdaderamente importantes de la vida, por ejemplo, succionar el pezón de tu madre por primera vez o mover las manos un par de centímetros en espera de la muerte.

Contra lo que normalmente se piensa la moderación no es atributo del centro político. La moderación es una cualidad –o una forma de ser quizá– que puede articularse desde cualquier opción ideológica sin que eso suponga renuncia alguna a unos objetivos políticos. No conviene leer los resultados de las pasadas elecciones vascas y gallegas en clave nacional –ambas comunidades tienen unas particularidades muy acentuadas–, pero sí que podemos extraer una conclusión de orden casi sociológico: la moderación ha ganado por goleada a la radicalidad. Y no me refiero sólo a los vencedores parlamentarios (Feijoó y Urkullu), sino a la foto fija que las urnas han dejado en ambos territorios. En Galicia Feijoó, la cara más moderada del PP, ha vuelto por sus fueros con una cuarta mayoría absoluta, lo cual supone un éxito indiscutible. La estrategia de campaña era sólo una: dejar hablar a Feijoó y mantener en silencio al ala más radical y lenguaraz del partido, léase Álvarez de Toledo y García Egea. Es obvio que ha funcionado. Entre los derrotados, el principal, la marca gallega de Podemos cuyo cainismo inclemente les ha llevado a cosechar el cero patatero que en justicia merecían.

En Euskadi más de lo mismo. No ha habido lendakari peneuvista menos identitario que Urkullu, tanto ha sido así que le ha robado votos a un PP vasco que, entregado al discurso trasnochado de Iturgáiz, se ha metido el enésimo batacazo en tierras vascas. Alguien puede pensar que la ascensión de Bildu supone un triunfo del radicalismo. No tal. La campaña abertzale ha sido la más suavita que se recuerda. Ni grandes alharacas independentistas ni grandes llantos por los presos. Se han centrado en mostrar un perfil social para captar ese voto desencantado con la nefasta deriva de Podemos, lo cual resulta ciertamente moderado cuando –como es el caso– se viene de estar instalado en la barbarie. En definitiva, parece que los electores –cada cual dentro de su espectro ideológico– han premiado el pragmatismo moderado y silente frente a la especulación más vocinglera. En este sentido cabe señalar que los dos partidos peor parados (Podemos y Vox –Ciudadanos no juega, es cascarón de huevo–) adolecen en su seno de una facción moderada que alivie, siquiera estéticamente, la imagen rocosa de sus líderes. Los morados doblegaron a golpes de asamblea su alma moderada (Errejón). Vox, por su parte, ni siquiera precisa justificación interna: la radicalidad vive en ellos, es su manera de estar en el mundo. No es casual que el ascenso de ambas formaciones se diera en dos contextos de crisis que podríamos etiquetar de “rabiosos”: Podemos durante la crisis económica y Vox durante la territorial (Cataluña). En ambos casos amplios sectores de la población optaron por soluciones radicales. Ahora es distinto, lo que inquieta a la ciudanía no son tanto las injusticias sociales o el agravio nacional como la angustia ante un futuro impreciso y volátil. Es por eso que están ganando los candidatos moderados. Los electores intuyen que cuando llega el precipicio no acostumbran a saltar.

Desde hace dos semanas, todos los días, los informativos de la televisión pública reservan unos minutos para que los españoles sepamos a qué han dedicado los reyes su jornada laboral. Así, hoy están probando melocotones en Murcia para animar al agro español, mañana en Sevilla apoyando al sector turístico y pasado en una fábrica de Aragón con el pequeño empresariado turolense. En todos los planos exteriores, indefectiblemente, aparece una valla con señoras y niños que agitan banderas y gritan vivas a sus majestades.

Es muy probable que sea yo el articulista más lerdo de cuantos tiene este país, pero aun así –como a cualquier hijo de vecino– me molesta que me tomen por tonto. La Casa Real (en connivencia con este Gobierno “republicano”) ha programado una campaña de contrapeso informativo para maquillar, dentro de lo posible, la vergüenza que crece en torno al emérito rey Juan Carlos. El mensaje es meridiano: Felipe VI es un profesional serio, riguroso y preocupado por los problemas del país; no es la monarquía lo que ha fallado sino un “señor” particular que quizá se pasó de campechano. Es importante que todos comprendamos el paso al frente que da nuestra monarquía. Puede que ayer fuera campechanamente imperfecta, pero hoy…, hoy es la transparencia personificada en un señor irreprochable de actitud inmaculada. Muy bien, perfecto, aquí va mi genuflexión más respetuosa, pero permítanme que con ella deslice también, y entre dientes, un indescifrable: “tararí. tararí”.

Yo comprendo perfectamente que el país no está ahora para aventuras de cambio de régimen pero, por favor, que no nos hagan comulgar con ruedas de molino. ¿Alguien de verdad quiere creerse que en 2011, cuando el emérito rey Juan Carlos legó en herencia esa millonada a su hijo, fue sin el conocimiento de éste? ¿Alguien de verdad quiere creerse que Felipe VI –en plena crisis y mientras su padre daba un discurso de navidad “solidario”– ignoraba la estancia del dinero en Suiza a salvo del fisco español? Pues muy bien, créaselo quien quiera, yo no. De hecho me parece que es Felipe VI el ciudadano español que mejor conocía la arquitectura fiscal de su padre; lo contrario, supondría una negligencia impropia de una institución tan sofisticada como la Casa Real.

No obstante el fallo no está en el rey emérito, cuyas aventuras, negocios y ligerezas eran conocidos de sobra en las altas esferas (y en las bajas: ese trabajador de Baqueira Beret, ese guardia civil que ejerce de escolta…); el fallo tampoco está en Felipe VI, que hace lo que puede; el fallo está en la propia monarquía, en la herencia consanguínea de un cargo inviolable y sin fecha de caducidad que aboca, irremediablemente, a la relajación ética y al desapego de la realidad de todo aquel que lo ostenta. Es por eso que hasta el más magnánimo de los reyes (y sus familias) se ha lucrado siempre en el ejercicio de sus funciones. Ni Juan Carlos I ni Felipe VI –con campechanía o sin ella– van a ser una excepción.

El domingo pasado hubo elecciones municipales en Francia y el partido Europa Ecología Los Verdes (EELV) obtuvo un triunfo para muchos inesperado. Los ecologistas se hicieron con alcaldías tan notables como Lyon, Burdeos, Estrasburgo o Grenoble. Eso supone gestionar varios millones de euros en favor de varios millones de ciudadanos. El ecologismo francés, como ya ocurriera en Finlandia, Alemania, Austria o Países Bajos ha encontrado un espacio propio –y no menor– en el tablero político. Podemos pensar que se trata de una moda pasajera, la carambola de unas elecciones “menores” donde buena parte de los electores (40%) se ha quedado en casa. No lo veo yo tan claro. En Europa, a corto y medio plazo, los partidos ecologistas van a ser, si no los gobernantes, sí el sostén de muchos gobiernos. La ola verde viene del norte, impulsada en buena medida por unos votantes jóvenes que han encontrado en el cambio climático su “revolución”, su lucha generacional, y para quienes los partidos convencionales representan las viejas dialécticas que no han dado solución a las nuevas crisis.

¿Pero son sólo los jóvenes? No, es la propia deriva del planeta la que rema a favor de la ecología como actor político. La pandemia del Covid-19 nos ha recordado nuestra debilidad como especie y ha desvelado notables sinsentidos en nuestra manera de generar riqueza. El paradigma convencional (incluso en los partidos “progres”, más cercanos de boquilla al ecologismo) era el siguiente: primero un desarrollo industrial fuerte que nos asegure estabilidad económica, y luego, ya con el cuatro por cuatro en el garaje, vendrá lo verde. Durante un tiempo sirvió, pero hoy sabemos que ya no hay más chicle que estirar, o conseguimos que la ecología sea un factor de crecimiento económico o los efectos del deterioro del planeta provocarán nuevas y demoledoras catástrofes que acabarán con la vida tal y como la conocemos. No es ciencia ficción. Es ciencia sin más, son datos mensurables.

¿Y a España? ¿Llegará la ola verde? A corto plazo no parece sencillo. Falta tradición y sobre todo un partido sólido con un rostro reconocible que avale el discurso. Hasta ahora las formaciones ecologistas se han diluido en candidaturas más o menos progresistas que han usado “lo verde” de un modo instrumental y electoralista. Más allá de eso, y en un contexto dominado por el paro y la precariedad laboral, es muy difícil que el ciudadano cambie el paradigma y asuma que ecología y economía son ramas de un mismo tronco. De momento nuestra única alternativa es que lo verde se nos imponga desde arriba, desde los distintos gobiernos municipales, autonómicos, estatal y, sobre todo, europeo. Ojalá nos salve Europa (a nosotros y a sí misma), ojalá –esta vez sí– cojamos el barco del progreso en la primera estación. Dice la RAE que ecología es esa parte de la biología que estudia “las relaciones de los seres vivos entre sí y con el medio en el que viven”. Si nos paramos a mirar, ¿no debería ser eso la política?