Me he parado a pensar sobre mi percepción del Covid-19 a lo largo de estos meses. Desde las primeras noticias hasta hoy he sufrido un proceso de asimilación, creo, muy similar al resto de ciudadanos. Primero fue la indiferencia y el encogerse de hombros, luego la ignorancia que mezclaba los chistes malos con la conmiseración por las víctimas; más tarde llegó la incredulidad ante el caso italiano, que venía acompañada de las primeras recomendaciones serias –estornudar en el codo, lavarse las manos…–, para finalmente darme de bruces con la realidad, el pavor y la muerte. Advierto sin asombro que he sido víctima de mi propia estupidez, que soy superficial, miope, urgente, que me aferro al hoy y entiendo el mañana como un “ya veremos” de impredecibles consecuencias. Pues bien, el mañana ya está aquí, ha llegado y es jodido, muy jodido, tanto que promete dejar a muchos sin futuro.

Pero no es sólo cosa mía. Se trata del signo de los tiempos, de la configuración mental de una época que se ha entregado –acaso ya sin remedio– al cortoplacismo. Y a la cabeza de este ejército de miopes va, tocando el tambor y con el pendón levantado, la clase política mundial. Sí, mundial, porque los errores que está cometiendo el gobierno español –algunos muy evitables como la compra de test fallidos y otros absolutamente vergonzosos como el salto de cuarentena de Pablo Iglesias– no son muy distintos de los que cometieron al inicio China o Italia, o de los que cometen ahora EEUU, Francia o Inglaterra (Alemania es otra liga). Basta un paseo por la prensa internacional para comprender que nadie estaba preparado para semejante pandemia y que la demanda de test rápidos y material de protección es sensiblemente homogénea allí donde los brotes van cuajando. Eso no quita, por supuesto, para que la oposición en pleno critique la gestión del gobierno y, cuando todo pase, exija las cabezas que tenga que exigir. No obstante nunca podrán argumentar que ellos avisaron del desastre, que lo vieron venir, porque no, ningún político advirtió la magnitud real de lo que se venía encima. No podían. Estaban enfrascados en sus menudencias. Hace años que la política española se mueve en un dramático cortoplacismo y cuatro elecciones en cuatro años son la mejor prueba de ello.

A mediados de los cincuenta el primer ministro francés Pierre Mendès dejó un axioma para la posteridad que hoy se nos revela certero y doloroso: “Gobernar es prever”, dijo. Y prever –me atrevo a añadir yo– no es sólo anticipar los golpes del destino sino generar a medio y largo plazo unas condiciones sólidas que eviten dichos golpes. Es decir, prever supone levantar los andamios del futuro. Si miramos bien, es esa capacidad de intervenir en el mañana, de construir un legado, una de las cualidades que nos diferencian como especie. Somos humanos porque podemos imaginar y programar un porvenir. Renegar de esta condición a favor del cortoplacismo es ir firmando en pequeños pagarés nuestra sentencia de muerte. En ello estamos.