La semana pasada se aprobó en el Congreso (sin ningún voto en contra) el Ingreso Mínimo Vital para que 850.000 hogares (dos millones y medio de ciudadanos) tengan un asidero económico al que agarrarse mientras pasa la tormenta de la crisis. También muy sonados han sido los 3.750 millones destinados a impulsar la reactivación del sector del automóvil. Siguen en la mesa los agentes sociales para ver hasta cuándo se prorrogan los ERTES, y no es descabellado que sindicatos y empresarios acaben por convencer al Gobierno y las ayudas se estiren hasta final de año. En lo que respecta al turismo se ha activado un plan de 4.260 millones que, según voces expertas, pueden quedarse cortos. Todos estos datos apuntan a que, en principio, esta crisis no tendrá una salida de corte neoliberal, como la de la década pasada, sino más bien todo lo contrario. De hecho, tampoco la crisis de 2008 tuvo una salida netamente neoliberal. Es cierto que el Estado adelgazó de lo lindo –sobre todo en educación, sanidad y asuntos sociales– pero fue el Estado quien cargó con la convidada de los bancos para evitar que los pequeños ahorradores se fueran a pique. En este sentido podemos decir que el modelo fue mixto (y paradójico): neoliberal de mitad de escalera para abajo y social de mitad de escalera para arriba.
Si miramos con detalle las críticas al Gobierno –buena parte de ellas muy justificadas– apuntan a la gestión de la crisis pero nunca al modelo de recuperación elegido. No se escucha desde la bancada liberal grandes reproches al “intervencionismo” del Gobierno para mantener a flote los sectores productivos del país. Nadie clama: “quédese usted quieto y no meta un euro más, ya se encargará el mercado por sí solo de regular el sector del automóvil”. No, nadie lo dice. Y es que tienen los gurús liberales ese puntillo gracioso. Cuando das dinero callan, cuando pides gritan. Todas sus señorías saben que la mejor solución ante una crisis global es tener un Estado fuerte y solvente, y cuanto más solvente, más rápida es la solución. Cabe recordar que un Estado fuerte no es de ninguna manera una mole paternalista y granítica que dirige la vida de la gente, sino una tupida red de instituciones preparadas para responder a las necesidades “vitales” de una comunidad. En el entrecomillado de “vitales” es donde va lo “social” del asunto. La mejor manera de crear un Estado dinámico y eficiente es invertir en él, dotarlo de personal cualificado y herramientas cercanas al ciudadano. Dice el viejo axioma liberal que el dinero está mejor en el bolsillo de cada cual. Me parece una visión simplista y hasta cierto punto farisea. Digna de colonos del lejano Oeste. ¿Qué pasaría en estas circunstancias con ese dinero tan bien guardado en los bolsillos? ¿Nos salvaría como país? Me temo que no. Precisamos una hucha fuerte, colectiva y bien administrada. No es sólo un cortafuegos a prueba de desastres; es también y sobre todo una forma evolucionada de justicia.