Desde hace dos semanas, todos los días, los informativos de la televisión pública reservan unos minutos para que los españoles sepamos a qué han dedicado los reyes su jornada laboral. Así, hoy están probando melocotones en Murcia para animar al agro español, mañana en Sevilla apoyando al sector turístico y pasado en una fábrica de Aragón con el pequeño empresariado turolense. En todos los planos exteriores, indefectiblemente, aparece una valla con señoras y niños que agitan banderas y gritan vivas a sus majestades.
Es muy probable que sea yo el articulista más lerdo de cuantos tiene este país, pero aun así –como a cualquier hijo de vecino– me molesta que me tomen por tonto. La Casa Real (en connivencia con este Gobierno “republicano”) ha programado una campaña de contrapeso informativo para maquillar, dentro de lo posible, la vergüenza que crece en torno al emérito rey Juan Carlos. El mensaje es meridiano: Felipe VI es un profesional serio, riguroso y preocupado por los problemas del país; no es la monarquía lo que ha fallado sino un “señor” particular que quizá se pasó de campechano. Es importante que todos comprendamos el paso al frente que da nuestra monarquía. Puede que ayer fuera campechanamente imperfecta, pero hoy…, hoy es la transparencia personificada en un señor irreprochable de actitud inmaculada. Muy bien, perfecto, aquí va mi genuflexión más respetuosa, pero permítanme que con ella deslice también, y entre dientes, un indescifrable: “tararí. tararí”.
Yo comprendo perfectamente que el país no está ahora para aventuras de cambio de régimen pero, por favor, que no nos hagan comulgar con ruedas de molino. ¿Alguien de verdad quiere creerse que en 2011, cuando el emérito rey Juan Carlos legó en herencia esa millonada a su hijo, fue sin el conocimiento de éste? ¿Alguien de verdad quiere creerse que Felipe VI –en plena crisis y mientras su padre daba un discurso de navidad “solidario”– ignoraba la estancia del dinero en Suiza a salvo del fisco español? Pues muy bien, créaselo quien quiera, yo no. De hecho me parece que es Felipe VI el ciudadano español que mejor conocía la arquitectura fiscal de su padre; lo contrario, supondría una negligencia impropia de una institución tan sofisticada como la Casa Real.
No obstante el fallo no está en el rey emérito, cuyas aventuras, negocios y ligerezas eran conocidos de sobra en las altas esferas (y en las bajas: ese trabajador de Baqueira Beret, ese guardia civil que ejerce de escolta…); el fallo tampoco está en Felipe VI, que hace lo que puede; el fallo está en la propia monarquía, en la herencia consanguínea de un cargo inviolable y sin fecha de caducidad que aboca, irremediablemente, a la relajación ética y al desapego de la realidad de todo aquel que lo ostenta. Es por eso que hasta el más magnánimo de los reyes (y sus familias) se ha lucrado siempre en el ejercicio de sus funciones. Ni Juan Carlos I ni Felipe VI –con campechanía o sin ella– van a ser una excepción.