Contra lo que normalmente se piensa la moderación no es atributo del centro político. La moderación es una cualidad –o una forma de ser quizá– que puede articularse desde cualquier opción ideológica sin que eso suponga renuncia alguna a unos objetivos políticos. No conviene leer los resultados de las pasadas elecciones vascas y gallegas en clave nacional –ambas comunidades tienen unas particularidades muy acentuadas–, pero sí que podemos extraer una conclusión de orden casi sociológico: la moderación ha ganado por goleada a la radicalidad. Y no me refiero sólo a los vencedores parlamentarios (Feijoó y Urkullu), sino a la foto fija que las urnas han dejado en ambos territorios. En Galicia Feijoó, la cara más moderada del PP, ha vuelto por sus fueros con una cuarta mayoría absoluta, lo cual supone un éxito indiscutible. La estrategia de campaña era sólo una: dejar hablar a Feijoó y mantener en silencio al ala más radical y lenguaraz del partido, léase Álvarez de Toledo y García Egea. Es obvio que ha funcionado. Entre los derrotados, el principal, la marca gallega de Podemos cuyo cainismo inclemente les ha llevado a cosechar el cero patatero que en justicia merecían.
En Euskadi más de lo mismo. No ha habido lendakari peneuvista menos identitario que Urkullu, tanto ha sido así que le ha robado votos a un PP vasco que, entregado al discurso trasnochado de Iturgáiz, se ha metido el enésimo batacazo en tierras vascas. Alguien puede pensar que la ascensión de Bildu supone un triunfo del radicalismo. No tal. La campaña abertzale ha sido la más suavita que se recuerda. Ni grandes alharacas independentistas ni grandes llantos por los presos. Se han centrado en mostrar un perfil social para captar ese voto desencantado con la nefasta deriva de Podemos, lo cual resulta ciertamente moderado cuando –como es el caso– se viene de estar instalado en la barbarie. En definitiva, parece que los electores –cada cual dentro de su espectro ideológico– han premiado el pragmatismo moderado y silente frente a la especulación más vocinglera. En este sentido cabe señalar que los dos partidos peor parados (Podemos y Vox –Ciudadanos no juega, es cascarón de huevo–) adolecen en su seno de una facción moderada que alivie, siquiera estéticamente, la imagen rocosa de sus líderes. Los morados doblegaron a golpes de asamblea su alma moderada (Errejón). Vox, por su parte, ni siquiera precisa justificación interna: la radicalidad vive en ellos, es su manera de estar en el mundo. No es casual que el ascenso de ambas formaciones se diera en dos contextos de crisis que podríamos etiquetar de “rabiosos”: Podemos durante la crisis económica y Vox durante la territorial (Cataluña). En ambos casos amplios sectores de la población optaron por soluciones radicales. Ahora es distinto, lo que inquieta a la ciudanía no son tanto las injusticias sociales o el agravio nacional como la angustia ante un futuro impreciso y volátil. Es por eso que están ganando los candidatos moderados. Los electores intuyen que cuando llega el precipicio no acostumbran a saltar.