El Embarcadero
El hijo del vecino había muerto
–indecible dolor–
en el embarcadero.
El río verde de todos los veranos
se lo había tragado
como una fiera nocturna
–¿acaso no lo era?–
Mi madre dijo: no vuelvas
a jugar
donde el embarcadero.
Ignoraba mi madre que una niña
–tan rubio el pelo largo, Carolina–
vivía al otro lado de la ría
y yo la amaba.
Cuántas tardes
–la buena luz del mundo en sus cabellos–
lancé mi cuerpo al agua para verla.
Si mis brazos de niño o el amor
desfallecían,
el hijo del vecino, desde el fondo,
me empujaba.
Vara de Medir
Contaba el niño seis años
y la madre lo medía con su cuerpo:
«hasta aquí» decía sonriendo
–al corazón le llegaba–.
Alcanzó luego los hombros
y más tarde las cumbres
rizadas de su pelo
porque el niño –quién lo duda–
era un escalador impenitente.
Hoy el niño es tan alto
que guarda entre sus manos
la lluvia primera,
la que nunca tocó el suelo.
La gente lo comenta
en puestos y terrazas:
«por Dios, por Dios, qué grande se ha hecho el niño».
Acaso sea verdad, y sin embargo,
la certeza de nunca
haber llegado más alto
que al corazón de la madre.