Hay que ser muy corto de entendederas para creer –o hacernos creer– que los virus responden a banderas o, lo que es lo mismo, que la muerte tiene patria. “El virus chino, el virus chino” repetía Trump hace una semana para desprestigiar al enemigo. Pues muy bien, el virus chino ya es más americano que el Tío Sam, ¿y ahora qué? También Ortega Smith, otro gran pensador, nos advirtió en un tuit de que sus “anticuerpos españoles” derrotarían “al maldito virus chino”. No sé qué pensarán al respecto los familiares de los miles de españoles muertos en estos días. Acaso no hayan sido sus anticuerpos lo suficientemente patriotas. En fin, valgan las palabras de Smith como bonito ejemplo de esa frontera, invisible en ciertos seres, entre la etapa infantil y la adulta. En esta misma línea, aunque mucho más sofisticados, andan también los gobiernos holandés, austriaco y alemán. Ya no es que el virus pertenezca a un país sino que es el país –España e Italia en concreto– quien tolera al virus casi voluntariamente, pues la idiosincrasia pusilánime de su cultura mediterránea no está preparada para el rigor que la lucha contra una pandemia requiere, y por lo tanto, allá se las compongan. Todo esto, claro está, no se verbaliza a las bravas, pero se desliza en comentarios sesgados y, sobre todo, en propuestas políticas y económicas. Ignoramos a día de hoy las consecuencias finales de esta crisis, pero no se puede descartar que la frágil unidad de Europa se acabe quebrando por la intransigencia elitista de ciertos gobiernos. Ojalá no.
Los virus no tienen nacionalidad pero los confinamientos sí. Las estadísticas advierten del notable aumento en la compra de cerveza, anchoas, aceitunas y patatas fritas. ¿Qué me dicen? Eso sí es ser español, por encima de ideologías y mandangas. La tapilla y el aperitivo que no nos lo toquen porque entonces sí, dejamos de ser lo poquito que somos. A mí estos detalles me enternecen. Dibujan un delicado perfil hedonista, un pequeño horizonte de optimismo en mitad de la desolación. Parece que a las ocho y diez, una vez hemos cumplido con el aplauso solidario, nos lanzamos como locos a la nevera para concedernos ese respiro de última hora que da el día por finiquitado. Nos merecemos esa cerveza. No les quepa duda. El comportamiento de la mayoría está siendo ejemplar (aunque el primer ministro holandés no esté aquí para verlo). Más aún el de aquellas familias –muchas inmigrantes– que viven en espacios reducidos sin balcones, ni grandes respiraderos. Nos hablan de Mindolos y Bananos pero nada se dice de la gente humilde que está soportando el confinamiento en la Zona Norte con estoicismo y responsabilidad. Escribir este artículo en mi terraza es menos plausible que hacer los deberes con tres hijos en un salón de quince metros. Si estamos de acuerdo en que el aislamiento nos protege a todos, habrá que dar las gracias especialmente a aquellos que, en peores condiciones, se empeñan y cumplen como el que más.