Una de las cosas que más socava una democracia es mezclar en un mismo redil a churras y merinas. Lo dice el refrán popular, pero también lo explicó Montesquieu en “El espíritu de la leyes”. El agua y la electricidad mejor separados. Destinar un presunto dinero ilícito a algo tan importante como la sanidad pública me parece un despropósito bastante infantil. Seguro que bien intencionado pero bastante infantil. No, yo no quiero el dinero del rey emérito. Por varias razones. En primer lugar porque su origen, presuntamente, tiene que ver con una satrapía donde los derechos humanos son violados diaria y sistemáticamente. No soy un ingenuo. Bien sé que los equilibrios económicos, diplomáticos y comerciales de un estado están supeditados a la rentabilidad, y que la pela es la pela, y que este mundo no es el de Yupi. Es decir, yo, ciudadano moliente, nada puedo contra la dictadura saudita pero si usted me pide que salga al balcón para “blanquear” en la sanidad pública un dinero proveniente del lodo, voy a decirle que no. Sin paliativos. Porque semejante operación, además de ser jurídicamente muy improbable –ya hay dos fiscalías investigando el asunto– supondría edulcorar el chanchulleo y la injusticia. Y no, con mi cacerola, no.
Lo que yo quiero es que la sanidad pública y universal de mi país se pague con mis impuestos y con los suyos de usted, con dinero limpio, fiscalizado, proveniente de su esfuerzo y del mío, de nuestras largas horas doblando el lomo o dándole a las teclas. Y quiero que ese esfuerzo nuestro se convierta en inversión sanitaria y en investigación. Se me ocurre que una buena idea para proteger la sanidad pública, su pervivencia y fortalecimiento sería informarse antes de votar sobre qué partidos la defienden y cuáles la socavan. No sé, se me ocurre. Y luego, ya si eso, salimos con las cacerolas. Otra actividad silenciosa que propongo es leer y reflexionar –ahora tenemos tiempo– sobre la actitud moral de los monarcas españoles y la sempiterna oscuridad de sus finanzas. ¿De verdad es tan difícil comprender que en la heredad de un cargo institucional, en el legado consanguíneo de un poder, va implícita una invitación al lucro desmedido? Y no sólo a nivel individual, también la familia cercana, la lejana y la aristocracia en general se benefician de unas redes afectivas e históricas cuyo origen tuvo siempre un objetivo meridiano: poseer sin trabajar.
Podemos suponer ahora que Urdangarín no inventó esta pólvora, y que muy probablemente su única intención fue vivir tal y como veía a su alrededor. Es decir, ser uno más, un integrado. La reacción de Felipe VI, aun siendo contundente, viene marcada por la obligación y llena de nocturnidad. La reputación de la familia está seriamente dañada. Sólo queda él. No puede permitirse un paso en falso, porque entonces, quizá, alguien dentro del PSOE se atreva a abrir el debate y eso –un debate– es algo que la monarquía, a día de hoy, no puede permitirse.