Dieciocho Galletas
Hace más de un millón
y medio de años,
en un lugar llamado Dmanisi,
ligeramente al sur
de Tiflis –capital de Georgia–
un hombre fue a morir
sobre un lecho de tierra
que quiero imaginar verde y porosa.
Se saben de aquel hombre
apenas dos detalles que el azar
travestido de fósil nos legó
en la curva molar de su mandíbula.
Se trataba –esto es seguro– de un anciano,
como tú, papá,
pero también como yo
pues frisaba a lo sumo los cuarenta.
No poseía dientes –¡La gran revelación!–
y sin embargo sabemos
por notables arqueólogos
que consiguió vivir –limpia la encía,
desdentada– un tiempo no menor.
El único sentido, el más sublime,
de esta historia de barro que te cuento
nos lleva a concluir que estamos
ante el hombre primero que alumbró
la compasión ajena,
el primer homínido degradado,
inútil, inservible
que recibió el amor de una comunidad.
Porque alguien, papá, tal vez agradecido
por quién sabe qué avatares
de fuego, de sequía y precipicio,
masticó veinte, cuarenta, cien veces
las hebras secas de un animal remoto
e introdujo el engrudo salvador
en la boca del viejo para así
mantenerlo a su lado
otro ciclo de luna.
Es por eso, papá, –solo por eso–
que yo cada mañana te migaba
dieciocho galletas
en leche hervida. Porque el amor
se hereda a través de los siglos
como se hereda una casa
o una deuda ancestral –así la mía–
por quién sabe por qué avatares
de fuego, de sequía
y precipicio.