El otro día, mientras daba un paseo por el Realejo, me fijé en un curioso cartelito que anunciaba la desaparición de un agapornis. Si alguien lo encontraba debía llamar a un número de teléfono. Sería recompensado. Son los agapornis unos loritos muy simpáticos cuya principal cualidad estriba en una testaruda monogamia. Dice la leyenda que si uno muere el otro se precipita de cabeza a la misma muerte porque, sin su lorito del alma, la vida carece de sentido. De hecho se les conoce vulgarmente como “inseparables”. Pues bien, parece que un agapornis granadino ha roto con siglos de herencia genética y, después de dos meses y pico de confinamiento, le ha dicho a la pareja “ahí te quedas, prenda, que yo me largo”. Lo que suena a chiste para los agapornis no lo es en absoluto para los humanos. La cuarentena ha generado un desbarajuste sentimental sin precedentes en el “cuore” de los españoles. La “obligación” de compartir las veinticuatro horas del día les ha servido a muchos –más allá de ordenar el trastero– para pasar el trapo por el espejo empolvado de su relación y ver lo que llevaban tiempo sin mirar: la realidad. Es en este punto donde cobra sentido el verbo “convivir”. El prefijo “con” nos anuncia la presencia insoslayable del otro. “Vivir” es relativamente sencillo; lo difícil es “convivir”, o sea, asumir al otro en toda su complejidad. Qué lista la lengua, ¿verdad?

No es una cosa nuestra sino universal. Ya pasó en China un par de meses antes pero tampoco eso supimos verlo. Por encima de las relaciones de pareja (buenas, malas o regulares) sobrevuela una idea mentirosa y romántica del amor. Nos han dicho que el amor es el hormigón sobre la que se levanta una vida en común. Mentira. El amor es ante todo tierra inestable y movediza. Si alguien quiere construir algo sobre el amor tendrá que medir muy bien sus pesos y contrapesos, además de buscarse unos cimientos maleables como el bambú porque, de lo contrario, la casa se le vendrá abajo al poco tiempo. Así lo dicen las estadísticas. Seis de cada diez matrimonios acaban en divorcio y buena parte de ellos duran justamente los seis u ocho años que emplean en la primera crianza de los hijos. Está claro que no somos agapornis pero tampoco somos –y esto parece que no alcanzamos a comprenderlo– los protagonistas de una comedia romántica donde chico conoce a chica y, después de varios enredos, todo termina en boda. El cine es mentira. Jennifer Aniston y Hugh Grant no existen. Alguien tiene que decirlo.

Poseemos una educación sentimental bastante “regulera”. Son siglos asociando el amor a conceptos perniciosos como la posesión, el orgullo y la diferencia de roles entre hombres y mujeres. Una bomba de relojería. Tal vez lo primero que deberían advertirle a las nuevas generaciones es que el amor se parece bastante al yogur: es fresco, sano, con diferentes sabores y, sobre todo, tiene fecha de caducidad. Hay un agapornis volando por ahí que ya lo sabe.