La crispación no surge de un arrebato puntual; no es una “volaera” de fulanito que misteriosamente prende en el ánimo de una sociedad. ¡Qué va! La crispación es un proceso diseñado que persigue un fin concreto, en este caso, tumbar al gobierno. La parte más montaraz de la oposición ha olido sangre y siente que un gobierno debilitado por la gestión de la crisis y por sus propios errores puede caer si se genera un ambiente de fuerte contestación social. Muy bien, en su derecho está cada cual de hacer la oposición que considere, con independencia de las circunstancias por las que esté pasando el país. Conviene no obstante que los instigadores de la crispación estén preparados para caer en su propia estrategia. El viento es caprichoso y no siempre lleva el fuego hacia donde el pirómano quiere. Digo esto porque desde que Vox empezó con su campaña de “cacerolas por España” no hay encuesta en la que no pierda un buen puñado de escaños.
Para construir un estado de crispación lo primero es llevar el lodo al Parlamento; es preciso rebajar al máximo las virtudes del parlamentarismo y utilizar el turno de palabra para tirarse al cuello del adversario; y si puede ser con un insulto travestido de astucia, mejor que mejor. Especialistas en este tipo de fealdades hay varios, pero digamos Abascal, Cayetana y Pablo Iglesias por decir algunos. Este primer indicio de crispación no es preocupante. Se da en todas las legislaturas y forma parte de “show business” de nuestras principales vedettes. Más inquietante resulta el segundo paso, cuando la crispación sale del Parlamento para instalarse en los medios de comunicación. Ahí ya hay que empezar a torcer el morro.
Lo estamos viendo en las últimas semanas. Todo medio, lo reconozca o no –y más allá de informar– funciona como legítimo transmisor de una corriente ideológica. Se sabe que la crispación parlamentaria ha alcanzado a los medios cuando los editoriales se encrespan, cuando los articulistas más sobrios pierden el equilibrio y, sobre todo, cuando las investigaciones de cada cual se cruzan en un baile de filtraciones contradictorias: mis pruebas dicen que Marlaska miente, las tuyas que miente la Guardia Civil. Mis pruebas apuntan a que ya había alarma el 8M, las tuyas demuestran lo contrario. La mayoría de ciudadanos acaban creyendo finalmente lo que quieren creer, porque el baile de datos y medias verdades acaba por desconcertar al lector más avezado.
La fase tercera (y final) de un buen proceso de crispación se alcanza cuando el nerviosismo se instala en las calles, cuando el vecino te suelta una chapa política en el ascensor sin que tú le hayas pedido opinión, cuando una bandera deja de ser un símbolo general para convertirse en uno particular (y discriminatorio: discrimina a los que sí de los que no); en definitiva, cuando la bulla política atraviesa la pantalla de la tele y se instala en la mesa del comedor. No se sabe de antemano quién gana en estos procesos de crispación pero sí quién pierde: la concordia y la verdad.