Hoy, después de muchos días, vamos a salir a la calle con precaución pero sin miedo. Empezamos el regreso a una normalidad de incierto futuro. La vida vuelve a estar ahí, a un palmo de nuestras narices y nos precipitamos sobre ella con alivio y sin remedio. Yo quiero sin embargo suspender un instante este reencuentro. Detener el tiempo el par de minutos que dure la lectura de este artículo para centrarme en los muertos. Única y exclusivamente en los muertos. Porque tengo la impresión de que hemos hablado poco de ellos, de que pronto los hemos enviado al limbo helador de las cifras, allí donde nuestra piedad, como un terrible ábaco, se mueve a golpes de centenas (cuatrocientos: bien; trescientos: un alivio; doscientos: un éxito). No es culpa de nadie, forma parte de la lógica terrible de una pandemia. Lo prioritario no es el muerto sino el moribundo, y la lucha por intentar regresarlo a la vida. Pero este súbito olvido del cadáver, este arrinconamiento en la estadística afecta a un pilar fundamental de nuestra esencia humana: las honras fúnebres. No es baladí, se trata de un sentimiento remoto, una voluntad que viene con nosotros desde el origen. De hecho, las catástrofes humanitarias no se definen sólo por la acumulación de cadáveres sino también por la imposibilidad de los vivos para ejercer su derecho a una despedida digna. Si se nos hurta el adiós nos vemos mutilados en nuestra condición de Sapiens. Es por eso que duele tanto.

Le ha ocurrido a mi amiga Reme, que perdió a su madre en Granada, a mi amigo Juan, cuyo padre murió en la Castilla manchega y a mi amigo Lluís que dejó a su padre para siempre en Barcelona. Y como ellos, miles y miles de ciudadanos que nunca pasaron a nuestro lado pero cuya desgracia, creo, merece una reflexión colectiva. No es sólo un minuto de silencio. A estos muertos les debemos el reconocimiento de que sólo un estúpido golpe del azar los ha derrumbado; un estúpido golpe del azar que se cebó con ellos en lugar de matar a nuestra madre o a nuestro padre. Esa compasión sincera se la debemos. Ese abrazo, ese deseo de paz y descanso.

No obstante, no faltan los tarados en medio de este duelo. Gente que cuenta de reojo los muertos diarios porque –quién lo duda– eso acelera la caída de este gobierno “terrorista e independentista”. O gente que cuenta de reojo los muertos estadounidenses para ver reforzados su argumentos sobre Trump, el capitalismo yanki y la importancia de una buena sanidad pública. No, los muertos de esta pandemia no se tachan de ninguna lista nacional o partidista sino del grueso de la humanidad. Siempre ha sido así, en todas las catástrofes. Quien no entienda esto debería ir al psicólogo en cuanto abra la consulta o al oculista o sencillamente borrarse de Whatsapp y dejarnos en paz de una vez. Utilizar a los muertos en provecho propio. Otra vieja costumbre humana…, y miserable.